lunes, 17 de febrero de 2014

Leyendas y mitos de la sierra peruana: los pishtacos

Lituma de los Andes es una de las novelas más representativas de Mario Vargas Llosa, incluso fue elegida dentro de una lista de las 100 mejores novelas en español hecha por el Diario El Mundo. En esta novela se trata mucho la mística andina, los mitos y leyendas rurales toman parte muy importante de la trama principal y son la causa más relevante del final. Aparte de la creencia en los Apus, un mito que se muestra como verdadero en la novela (esta novela tiene influencias del realismo mágico) es el de los pishtacos. A continuación mostraré un pequeño cuento incluido en la novela que narra un emocionante encuentro entre hombre y bestia:

Quenka está lejos, en la otra banda del Mantaro, cerca de Parcasbamba. Cuando el río crecía mucho por las lluvias y anegaba los terrenos, el pueblo se convertía en isla, apretujadito en lo alto de la loma y rodeado de chacras inundadas. Bonito pueblo, Quenka, próspero, de sembríos esparcidos por el llano y las lomas. Se daban bien las papas, las habas, la cebada, el maíz y el ají. Los molles, los eucaliptos y los sauces nos defendían de los vientos arremolinados. Hasta los campesinos más pobres tenían sus gallinitas, su chanchito, sus ovejitas o sus hatos de llamas, que pastoreaban en la altura. Yo vivía sin sobresaltos. Era la más festejada entre mis hermanas, y mi padre, principal de Quenka, arrendaba tres de sus chacritas y trabajaba dos, era dueño del almacén, pulpería, botica y taller de herramientas, y del molino donde todos venían a moler los granos. Mi padre fue cargo de las fiestas muchas veces y cada vez echaba la casa por la ventana, trayendo un cura y contratando desde Huancayo bandas de música y danzantes. Hasta que llegó el pishtaco.

¿Cómo supimos que había llegado? Por la transformación del proveedor Salcedo, quien hacía años traía remedios, ropas y utensilios para la tienda de mi padre. Era costeño. Andaba en un camioncito alharaquiento lleno de parches; su motor y sus latas lo anunciaban mucho antes de que los pobladores de Quenka pudiéramos verlo. Todos lo conocían, pero esa vez apenas lo reconocimos. Había crecido y engordado hasta volverse un gigantón. Traía ahora una barba color cucaracha y unos ojos inyectados y saltones. A la gente que se amontonó para recibirlo nos miraba como queriendo comernos con sus ojotes. A hombres y mujeres. A mí también. Una mirada que no se me olvida y que a todos receló.

Vestía de negro, con botas hasta las rodillas y un poncho tan grande que cuando el ventarrón lo bailaba parecía que Salcedo iba a volar. Descargó el camioncito y se alojó, como otras veces, en la trastienda de nuestro almacén. Ya no era el conversador que refería las noticias de afuera y se amigaba con la gente. Se estaba callado, metido en su dentro, y apenas dirigía la palabra a nadie. A unos y a otros les clavaba esa mirada taladradora que a los hombres los hacía desconfiar y las muchachas asustarnos.

Después de estar dos o tres días en Quenka y de recibir la lista de pedidos de mi padre, partió de madrugada. Y al día siguiente bajó al pueblo uno de los muchachos que pastoreaban los rebaños en la altura a anunciar que el camioncito se había salido de la carretera y despeñado en una curva del cerro, camino a Parcasbamba. Se lo veía desde la orilla del precipicio, al fondo del abismo, hecho pedazos.
Con mi padre a la cabeza, un grupo de vecinos, después de grandes esfuerzos, consiguió bajar hasta allá. Regados en círculo, encontraron las cuatro llantas, los muelles, las latas abolladas de las tolvas, la carrocería y pedazos del motor. Pero ni rastro del cadáver de Salcedo. Rebuscaron en la pendiente, pens
ando que habría salido despedido al desbarrancarse el camión. Tampoco apareció. Ni en los escombros del vehículo ni en las piedras del contorno había sangre. ¿Tal vez habría podido saltar cuando sintió que se salía del camino? «Así habrá sido», decían. «Saltó y lo recogió otro camión y estará ahora en Parcasbamba o en Huancayo, curándose del susto.»

En realidad, se quedó domiciliado en Quenka, en unas antiquísimas grutas del mismo cerro en que se desbarrancó, esas que son como colmena de avispas y tienen en las paredes pinturas de los antiguos, Entonces principió a cometer sus fechorías de pishtaco. Se aparecía en las noches, en los caminos, en un puente, detrás de un árbol, al pastor rezagado, a los viajantes, a los arrieros, a los migrantes, a los que llevaban sus cosechas al mercado y a los que volvían de las ferias. Surgía como de la nada, de repente, entre las sombras, sus ojos chisporroteando. Su silueta monumental, envuelta en el poncho volador, los paralizaba de terror. Entonces, con toda comodidad, se los llevaba a su gruta de pasadizos helados y en tinieblas, donde tenía sus instrumentos de cirujano. Los trinchaba del ano a la boca y los ponía a asarse vivos, sobre unas pailas que recogían su sebo. Los desollaba para hacer máscaras con la piel de su cara y los cortaba en pedacitos para fabricar con sus huesos machacados polvos de hipnotizar. Desaparecieron varios.

Luego, un día, se le presentó a don Santiago Calancha, un beneficiador de ganado que regresaba a Quenka de una boda en Parcasbamba. En vez de llevárselo a la gruta, le conversó. Si quería salvar su vida y la del resto de la familia, debía traerle a una de sus hijas para que le cocinara. Y le indicó en cuál entrada de la gruta debía dejar a la muchacha.

Ni qué decir que Calancha, pese a jurarle que obedecería, no cumplió las instrucciones del pishtaco. Se atrincheró en su choza con su machete y un alto de piedras para enfrentarse a Salcedo si venía a robarse a su hija. No pasó nada el primer día, ni el segundo, ni las primeras dos semanas. A la tercera, en medio de un aguacero, un rayo cayó en el techo de Calancha y la casa ardió. Él, su mujer y sus tres hijas murieron carbonizados. Yo vi sus esqueletos. Sí, así mismo parece que murió la madre de Dionisio. A ella yo no la vi, acaso sean habladurías. Cuando, empapados y tristes, los pobladores de Quenka salieron a ver el incendio, mezclado con el silbido del viento y el retumbar de los truenos, escucharon una carcajada. Venía de las grutas donde estaba Salcedo.

Entonces, la próxima vez que el pishtaco pidió una muchacha para cocinera, los vecinos, en cabildo, acordaron obedecerle. La primera que entró a la gruta a trabajar para él, fue la mayor de mis hermanas. Mi familia y otras muchas la acompañaron hasta la entrada que indicó el pishtaco. Le cantaban, le rezaban y había muchos llorosos en su despedida.

A ella no la secó como a mi primo Sebastián, aunque mi padre decía que tal vez hubiera sido mejor que le rebanara la grasa. La conservó con vida, pero volviéndola chulilla de pishtaco. Antes abusó de ella, tumbándola en el suelo húmedo de la gruta y perforándola con su desentornillador. Los aullidos de mi hermana en su noche de bodas se oyeron en todas las casas de Quenka. Después, ella perdió la voluntad y sólo vivía para servir a su amo y señor. Le preparaba con devoción las laguas de chuño que a él le gustaban, y secaba y salaba las lonjas de carne de las víctimas para el charqui que comían con mote, y lo ayudaba a colgar a los sacrificados en los ganchos que Salcedo clavó en la piedra para hacerles chorrear el sebo en las pailas de cobre.

Mi hermana fue la primera de varias que entraron a la cueva a cocinarle y servirle de ayudantes. Desde entonces, Quenka se sometió a su autoridad. Le llevábamos tributos de comida. Se los dejábamos a la entrada de la gruta, y, de tiempo en tiempo, también a la muchacha que pedía. Resignándonos a que, de tanto en tanto, desaparecieran pobladores que el pishtaco Salcedo se llevaba para renovar su provisión de manteca.

¿Hasta que en eso llegó el príncipe valiente? No era ningún príncipe sino un morochuco amansador de caballos. Los que conocen la historia pueden taparse las orejas o irse. ¿Les parece estarla reviviendo? ¿Les da ánimos? ¿Les hace ver que para grandes males siempre hay grandes remedios?

Timoteo, el narigón, supo lo que pasaba en Quenka y vino a propósito, desde Ayacucho, para meterse en las grutas y enfrentársele. Timoteo Fajardo, así se apellidaba. Lo conocí muy bien: fue mi primer marido, aunque nunca nos casáramos. «¿Puede un simple mortal enfrentarse a un entenado del diablo?», le decían. También mi padre trató de desanimarlo cuando él respetuosamente le comunicó su proyecto de meterse a la cueva del pishtaco para arrancarle la cabeza y librarnos de su tiranía. Pero Timoteo se empeñó. Nunca he conocido a nadie tan temerario. Era un hombre bien plantado, pese a ser tan narigón. Hacía latir sus narices como dos bocas. Ésa fue su suerte. «Puedo hacerlo», decía, con qué seguridad. «Sé la receta para acercarme hasta él sin que me sienta: un diente de ajo, una pizca de sal, un pedazo de pan seco, una bolita de caca de burro. Y que, antes de entrar a la gruta, una virgen me orine a la altura del corazón.»

Yo tenía las condiciones. Era joven, estaba intacta y, oyéndolo, me pareció tan valiente, tan seguro de sí mismo, que, sin consultárselo a mi padre, le ofrecí ayudarlo. Había una dificultad, eso sí. ¿Cómo saldría de las grutas después de matar a Salcedo? Eran tan grandes y enredadas que nadie había podido explorarlas del todo. Los pasadizos se desdoblaban, subían, bajaban, se torcían, ramificándose y trenzándose como raíces de eucalipto. Y, además de murciélagos, había galerías con miasmas ponzoñosas que ningún humano podía respirar sin envenenarse.

¿Cómo haría Timoteo Fajardo para salir, después de matar al pishtaco? Su narizota me dio la ocurrencia. Le preparé un chupe espeso, bien picante, con ese ají verde que cura el estreñimiento de los más aguantados. Se tomó toda la olla y se contuvo hasta que su estómago quería reventar. Sólo ent
onces entró a la cueva. Era el atardecer y había sol, pero, a los pocos pasos, Timoteo se encontró a oscuras. Cada cierto rato, se paraba, se bajaba el pantalón, se acuclillaba y ponía un mojoncito. Al principio, avanzaba al tuntún, cubriéndose los ojos con el brazo porque los murciélagos bajaban de los techos a sobarle la cara con sus alas viscosas. Sentía en la piel las hebras de las telarañas. Así estuvo mucho rato, avanzando, parándose a soltar los óbolos de su barriga, avanzando de nuevo. Hasta que divisó una lucecita. Guiado por ese resplandor llegó al aposento del pishtaco.

El gigantón dormía, tendido entre las tres muchachas que le cocinaban. A la luz de unas lámparas encendidas con sebo humano, medio mareado por la pestilencia, vio restos humanos colgados de unos ganchos sanguinolentos, licuando sebo en las pailas borboteantes. Sin perder más tiempo, con su machete cortó de un tajo la cabeza del degollador y remeció a sus chulillas. Éstas, al despertar y ver decapitado a su amo, se pusieron a gritar, enloquecidas. Timoteo las calmó y las hizo recapacitar: las había salvado de la esclavitud y ahora podrían volver a la vida normal. Entonces, los cuatro emprendieron el regreso, guiándose por la estela. de olor que el morochuco había sembrado en su recorrido y que su olfato de perro cazador seguía sin la menor vacilación.


Ésa es la historia del gigantón Salcedo. Una historia de sangre, cadáveres y caca, como todas las de los pishtacos.




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